Con la edad, uno va perdiendo el espíritu aventurero y empieza, como reza el dicho inglés, a buscar la felicidad en la costumbre. En este artículo, a propósito de un acto de vandalismo urbano que tuvo lugar en 2002, canto a la juventud valiente y a su capacidad para saltar fronteras impensables. Las observaciones que entonces hacía acerca de la noticia siguen vigentes en los tiempos que corren: la condición humana es la condición humana, por más que las circunstancias cambien y la papelera se nos llene de hojas arrancadas del calendario.

Es
necesario respetar el patrimonio histórico, pero también el derecho de un joven
saludable a escalar la estatua de su pueblo, por el hecho vital de ser
precisamente un joven saludable y por el hecho material de que la estatua esté
ahí, como un Everest festivo. Pobre del que no transgrede algún límite en la
juventud –el objeto del deporte es superar los límites impuestos y los
propios–, y pobre del que a partir de los cincuenta insiste en saltar
obstáculos en vez de dar un rodeo. Sin ánimo de transgresión, Picasso no hubiera sido
Picasso. Sin afán de superación,
el hombre no habría pisado la
Luna. Sin empeño lúdico, las fiestas salvajes no serían salvajes ni
memorables. Quien no se ha bañado en calzoncillos no podrá juzgar por sí mismo
si es conveniente o no permitir que sus hijos lo hagan. Andará confuso e
incompleto por la vida. Probablemente se quede anclado en una fase temprana del
desarrollo y en el futuro tenga problemas de relación con sus compañeros de
trabajo.
Hay una
edad para cada cosa, incluso para escalar estatuas o para robarle la gorra de plato a los policías
municipales, práctica ésta que llegó a ser muy popular en mis tiempos y que
ahora ha caído en un injusto olvido. Miro la que cuelga orgullosa junto al televisor y recuerdo que
una vez me sentí capaz de todo. Y le aconsejo al escalador de la estatua que no
deje los estudios y que utilice la mano como pisapapeles.