lunes, 31 de marzo de 2014

La gorra

Con la edad, uno va perdiendo el espíritu aventurero y empieza, como reza el dicho inglés, a buscar la felicidad en la costumbre. En este artículo, a propósito de un acto de vandalismo urbano que tuvo lugar en 2002, canto a la juventud valiente y a su capacidad para saltar fronteras impensables. Las observaciones que entonces hacía acerca de la noticia siguen vigentes en los tiempos que corren: la condición humana es la condición humana, por más que las circunstancias cambien y la papelera se nos llene de hojas arrancadas del calendario.


Dicen los testigos que el joven daba muestras de estar ebrio y que trepó a la Cibeles en calzoncillos. Seguramente la fiesta no había alcanzado su punto álgido, ya que todo el mundo sabe que en ese momento los calzoncillos deben lucir en la cabeza del escalador. Se llevó como trofeo una mano –lo que le pillaba más a mano– de la diosa, a la que por cierto no defendieron sus leones. Las autoridades han rogado al ladrón que se entregue o que al menos entregue su botín. Nunca hasta el domingo un concejal le había pedido a nadie la mano de un monumento, como se pide la mano de una hija.

Es necesario respetar el patrimonio histórico, pero también el derecho de un joven saludable a escalar la estatua de su pueblo, por el hecho vital de ser precisamente un joven saludable y por el hecho material de que la estatua esté ahí, como un Everest festivo. Pobre del que no transgrede algún límite en la juventud –el objeto del deporte es superar los límites impuestos y los propios–, y pobre del que a partir de los cincuenta insiste en saltar obstáculos en vez de dar un rodeo. Sin ánimo de transgresión, Picasso no hubiera sido Picasso. Sin afán de superación, el hombre no habría pisado la Luna. Sin empeño lúdico, las fiestas salvajes no serían salvajes ni memorables. Quien no se ha bañado en calzoncillos no podrá juzgar por sí mismo si es conveniente o no permitir que sus hijos lo hagan. Andará confuso e incompleto por la vida. Probablemente se quede anclado en una fase temprana del desarrollo y en el futuro tenga problemas de relación con sus compañeros de trabajo.

Hay una edad para cada cosa, incluso para escalar estatuas o para robarle la gorra de plato a los policías municipales, práctica ésta que llegó a ser muy popular en mis tiempos y que ahora ha caído en un injusto olvido. Miro la que cuelga orgullosa junto al televisor y recuerdo que una vez me sentí capaz de todo. Y le aconsejo al escalador de la estatua que no deje los estudios y que utilice la mano como pisapapeles.

domingo, 23 de marzo de 2014

Primavera

He aquí lo que yo opinaba en 2006 sobre la primavera, si es que a esto se le puede llamar opinar. Casi una década después, sigo pensando (si es que a esto se le puede llamar pensar) aproximadamente lo mismo, lo cual me hace albergar serias dudas sobre la validez de la teoría del cambio climático y descartar esa otra que dice que la sabiduría se adquiere con la edad. Por aquel entonces sí consideraba que fingir madurez era un modo de darle peso a los argumentos, y probablemente por eso en el último párrafo del texto mencionara al Palé, que es una manera eufónica y arcaica de hablar del Monopoly.


Ya es primavera y el campo estará verde. Todo el mundo sabe que el color verde es síntoma de infección: la primavera se debería detectar mediante un análisis que demuestre que la sangre está alterada. En primavera las golondrinas posan sus nidos en los balcones de la gente común y se convierten en metáforas de uso tópico que los poetas recetan indiscriminadamente. (Los poetas de antes le hacían sonetos a la primavera y los poetas modernos le hacen sonetos a cualquier cosa, lo cual demuestra que corren malos tiempos para la lírica.)

La primavera es una época decididamente copulativa a la que los susodichos poetas han dado en bautizar como la estación del amor. En primavera somos esclavos de nuestros cuerpos, en principio cada uno del suyo. La primavera es una estación animal, pero también vegetal, por lo del campo y por lo de las flores, y también es una estación de paso, se podría decir que un apeadero. En primavera empezamos a experimentar los horrores del verano, que gracias a ella no nos pillan desprevenidos.

La primavera nos da por un lado lo que nos quita por otro y por eso nos bombardea con chicas en minifalda y hombres en bermudas. En primavera las cosas cambian para que todo siga igual. Por ejemplo, la primavera se lleva los resfriados pero nos trae las alergias. Creo que incluso es posible tener alergia a la primavera, lo cual la convierte en una estación más influyente que las otras sobre nuestra salud y nuestro estado de ánimo. Al resto, como mucho, se les puede tener manía.

No deberíamos quejarnos tanto: es primavera en medio mundo. En el otro medio es otoño y los lugareños se preparan para la llegada del frío, porque el clima de las antípodas es un clima que está al revés, como su propio nombre indica. A mí no es que me moleste la primavera: lo que ocurre es que no entiendo a qué viene, igual que no entiendo por qué se llama estaciones a las estaciones, sin ir más lejos y por ejemplo: la meteorología tiene misterios que nunca seremos capaces de resolver. (Lo único que sabemos a ciencia cierta sobre las estaciones es que hay cuatro, como en el Palé. Tal vez sea una pista. En el Palé puede estar la respuesta.)

miércoles, 19 de marzo de 2014

La mano

El que en este artículo sobre los casos de brutalidad policial que tuvieron lugar durante la cumbre del G-8 en 2001 me limitara a ponerme de parte de los manifestantes (en lugar de equilibrar la balanza criticando la pinta que llevaban) me hace tomar conciencia de lo mucho que he madurado como cronista. En el reivindicativo texto aparecen, como actores invitados, el entonces presidente Aznar, el cantante Santiago Auserón, el siempre socorrido Melitón Manzanas y el Secretario de Estado para Europa Ramón de Miguel, que se acababa de marcar unas declaraciones que (estas sí) podrían haber sido hechas hoy mismo.


A los agentes que detuvieron y torturaron en Génova a varios cientos de manifestantes antiglobalización “se les fue la mano”, según un informe de quienes investigan el hecho, o sea, los inspectores de la propia policía italiana. Es lo que tiene esto del lenguaje y las metáforas: se le puede ir a uno la mano con la sal de las lentejas o con el gatillo; los efectos serán diferentes, pero la frase es idéntica. En el informe de marras, la mano policial se convierte en mano cocinera y el exceso infame en exceso de condimento. El maltrato frío y bestial se ha quedado en un desliz. (Perdone, le he clavado mi navaja, creo recordar que cantaba Santiago Auserón.)

El secretario de Estado español para Europa, Ramón de Miguel, ha llamado fascistas no a los agresores, sino a las desarmadas víctimas, en principio militantes de izquierda. Cosas del lenguaje. Sigue la línea de su jefe Aznar, que se estrenó aplaudiendo al policía sueco que disparó contra un joven ante las cámaras de TV en Göteborg. A los torturadores no les va a ocurrir nada, como de costumbre. Si acaso nos dirán que se ha expedientado a alguno, sin aclarar qué demonios es eso de un expediente ni si un día recibirá la medalla al mérito en el trabajo, igual que Melitón Manzanas.

La brutalidad policial tiene su raíz en la misma naturaleza de la vocación del policía. Paradójicamente, la muerte de un muchacho en Génova es el único suceso justificable de los que tuvieron lugar durante la última reunión del G-8. El chico había atacado a un agente bisoño que reaccionó al estimar en peligro su integridad. Compañeros de éste con más experiencia detuvieron, golpearon salvajemente y humillaron a casi un centenar de personas. Arrasaron el centro en que pasaban la noche, destruyeron ordenadores y documentación (pliegos de dañinas palabras, supongo) y les obligaron a gritar "Viva el Duce" –tal vez por eso Ramón de Miguel dice que eran fascistas–. Los más afortunados escaparon con algunas magulladuras. Otros sufrieron lesiones muy graves, fueron robados sistemáticamente y vieron menoscabada hasta el extremo su dignidad en la comisaría. A los policías se les fue un poco la mano con ellos.

domingo, 16 de marzo de 2014

Koldo es normal

Cuando allá por el año 2000 vimos nacer el 'reality' Gran Hermano, no podíamos prever la gloriosa explosión del género a que íbamos a asistir durante la siguiente década y media. Románticos como somos, nos apresuramos a analizar el nuevo fenómeno como si fuera una mariposa huidiza que se nos podía escapar de las manos. Con la perspectiva que da el tiempo, este texto a propósito de la primera edición del concurso resulta tan ingenuo como el taparse los ojos de los niños ante un beso, pero tal vez sirva como testimonio del modo en que ha cambiado el mundo desde entonces.


Quedan pocos días para que llegue a su fin la primera edición de Gran Hermano, el concurso que ha mantenido al país pendiente del televisor, entre la estupefacción y el interés, durante tres meses. A la hora de entrega de este artículo aún se desconoce quién será el último eliminado por voluntad popular. Los que parecen contar con más posibilidades son Koldo, un joven vasco algo pedante, e Iván, un mal bicho cortito de luces que ha conseguido a duras penas mantenerse entre los candidatos al triunfo. El público escogerá como ganador a uno de los tres supervivientes.

Las razones del éxito de Gran Hermano están siendo y serán analizadas por sociólogos y críticos televisivos: de eso comen. A bote pronto, la audiencia parece dividirse en dos grandes grupos: el conformado por adolescentes, en general del sexo femenino, que siguen el espacio como si fuera una teleserie –lo cual habla a las claras sobre sus exigencias en materia de argumentos– y, aún peor, han adoptado a los concursantes como modelos a imitar; y el del pueblo sensato, esto es, estupefacto, que si atiende al programa lo hace con la poco cristiana intención de mofarse de sus protagonistas. La actitud de esta clase de espectador es en principio contemplativa y neutral; da la impresión de que las que votan son las jovencitas del primer grupo, que favorecen a los muchachos más guapos y van a otorgarle, seguramente, los veinte kilos del premio al andrógino Ismael. No obstante, me consta que hay quien llama al teléfono de las votaciones, o al menos presume de ello, movido por propósitos de otra índole. Conocí en un bar a un tipo empeñado en conseguir que Koldo saliera de la casa. Justificaba su postura en los siguientes términos:

a) Queremos ver retrasados mentales, para que nos hagan reír.
b) Koldo es normal.

Los que disfrutan con estas cosas tienen la diversión asegurada. Antena 3 y la propia Tele 5 preparan dos nuevos concursos, consistentes en pasear a un grupo de escogidos por media España y grabarlos, uno; y soltarlos en una isla desierta, y grabarlos, el otro. Si el sereno ambiente de la casa de Gran Hermano no ha conseguido inspirar ninguna actividad intelectual a sus habitantes, difícilmente lo harán los más promiscuos de un autobús o una isla. Estamos de suerte.

martes, 11 de marzo de 2014

2000 determinado

Este artículo data de 1999, y en él me muestro hondamente preocupado por cuestiones lingüísticas. La ministra a la que menciono es Celia Villalobos, que acababa de hacer esas declaraciones a propósito de las vacas locas que le proporcionaron tanta fama. La Viuda Indultada debe de ser una viuda, posiblemente la de alguien famoso, a la que indultaron de manera justa o aberrante, pero no consigo recordar su nombre ni la historia que protagonizó. Al final me despido del respetable diciendo "hasta el jueves" porque mis textos aparecían en el periódico, precisamente, los jueves.


Quería hablar de esto desde que empezó el año y antes de que acabase, pero los olvidos y la actualidad no me lo han permitido –siempre hay noticia de interés–. Ya ha entrado diciembre y el tiempo apremia, así que haré un hueco; ignoraré a la casi irresistible Ministra de los Filetes Caros y a la popular Viuda Indultada e iré de una vez a lo que iba.

A propósito del año 2000 han surgido dos debates; uno fútil y absurdo para quien sepa contar siquiera con los dedos, el de si el milenio comenzaba con el propio 2000 o lo hará en el 2001; el otro, que ha encontrado menos resonancia, quizás por haber sido cerrado rápidamente, y con un dictamen a mi juicio erróneo, por los entendidos, se centraba en resolver si lo correcto es decir ‘el 2000’ o ‘2000’ a secas al referirse al año en que estamos. Las autoridades (la Academia, creo) se decantaron unánimemente por la primera opción, siguiendo un criterio de analogía o precedencia: si decimos ‘de 1999’ o ‘hasta 1898’ o ‘en 1492’, no habría ahora por qué cambiar a ‘del’ o ‘hasta el’ o ‘en el’ 2000. Siempre aparece, pues, en los medios la fecha según la alternativa académica, y en radio y televisión los locutores recalcan el ‘de’ de ‘de 2000’ con aire de saber mucho.

Y no comparto yo su opinión, o la de aquellos que fijaron la norma. No considero que el 2000 sea un año cualquiera; llevamos un siglo esperándolo como se aguarda al futuro más fantástico y fabulando sobre él. Es ‘el año 2000’, y al decir ‘el 2000’ simplemente elidimos el sustantivo y convertimos su circunstancia en cualidad esencial: sustantivamos. El artículo determinado individualiza al 2000, lo señala como único –del mismo modo que a la Luna: es ‘la Luna’ y no sólo ‘Luna’, igual que Marte, Júpiter o Saturno; y el Sol es ‘el Sol’; y la Caballé es la Caballé–. ‘El’ determina al nombre, en efecto, y de paso contribuye a que todo suene mejor: la aliteración en ‘l’ deja fluir las palabras; la aliteración en ‘d’ de ‘de 2000’ convierte la frase en vereda abrupta y pedante.

Reivindico aquí el artículo para lo que queda del 2000 y los años completos que vengan detrás; el 2001, el 2100, el 3000. En beneficio de la poesía y sin menoscabo de la lógica. Si ya lo hacíamos bien por instinto. Hasta el jueves.

martes, 4 de marzo de 2014

Intermediarios

Inauguro este blog con un artículo sobre economía del año 2004, en el que arremeto contra la figura del intermediario. Eran tiempos inocentes y nos dedicábamos a problemas financieros de andar por casa, en lugar de hablar de primas de riesgo y troikas, como hace la buena gente de hoy. Supongo que los intermediarios siguen ahí, empeorándolo todo, pero en nuestro imaginario han sido sustituidos por instancias aún más etéreas e inaprehensibles.


Según informaciones de absoluta confianza, el agricultor español vende el kilo de patatas a tres céntimos y el consumidor lo compra a treinta y seis. Creo que eso se llama plusvalía. La plusvalía es la base de nuestro sistema económico y hace posible que se enriquezca más precisamente quien menos trabaja. El agricultor se tiene que agachar dos veces para ganar un duro. Yo sudo tinta para ganar lo que cuesta un kilo de patatas. Existe una diferencia en efectivo entre el valor y el precio de las cosas y hay quien ha encontrado el modo de embolsársela. Usted se come una patata y el que engorda es el intermediario. Lo que vale para una patata vale para todo y así el intermediario también se lucra con los tomates y los higos.

De esto se deduce que conviene hacerse intermediario. Pero el de los intermediarios es un mundo cerrado, como el de los administradores de fincas. Nadie sabe cómo se entra en él. El intermediario ocupa un puesto fantasma en la cadena entre el productor y el minorista. Nunca se deja ver y tampoco deja huellas. Uno pregunta en la oficina si alguien conoce a un intermediario y todos se encogen de hombros. Ningún intermediario reconoce ser intermediario. El intermediario cobra por un servicio prescindible, pero estamos tan acostumbrados al sistema que no podemos prescindir de ese servicio —ni del intermediario—. Además es difícil sentir rabia contra un concepto, y los intermediarios se mantienen hábilmente en el plano conceptual. Tenemos pocos datos sobre ellos. Parece que los fenicios eran un pueblo de intermediarios, no como los soviéticos, que eran un pueblo de cooperativistas. Pero de los soviéticos y los fenicios sólo nos queda algún retrato en los libros de Historia.


El intermediario no se debe confundir con el transportista. El transportista prácticamente vive en el camión y el intermediario habita el mundo de las ideas. El transportista no gana tanto como el intermediario. Si lo ganara no seguiría haciendo portes. Hay empresas de venta directa que aseguran trabajar sin intermediarios. Pero una empresa de este tipo es sólo un intermediario encubierto. Unos cardan la lana y otros se llevan la plusvalía. Estamos en manos de los intermediarios. Y nos venderán al minorista por mucho más de lo que les hemos costado.